Mi amado Arturo
El sol la arrulla y acompaña su caminata. En su bolso lleva el regalo perfecto para su aniversario, pero no se apresura en llegar: el tiempo ya no transcurre para ellos.
CUENTOS CORTOS


Caminé con lentitud por el parque, admirando el precioso día. Los rayos del sol eran una caricia para mi piel y bañaban el césped recién cortado. Las copas de los árboles se mecían suavemente gracias a las caricias de la brisa matinal. Al levantar la vista de las rosas vi a Jorge, el jardinero regordete que siempre sonreía.
Seguí el camino de piedra que conocía de memoria. Pasé al lado de la hermosa pareja que venía los sábados. Hoy festejaban el cumpleaños de su pequeño de tres años. El padre se apresuró a abrir el regalo con manos temblorosas y dejó el osito cerca de su hijo. Alejé la mirada para darles privacidad.
Al girar a la derecha pasé cerca del gran cerezo, estaba repleto de delicadas hojas rosas. Sonreí satisfecha al ver a una chica sentada contra el árbol. Era la primera vez que veía al chico acompañado.
Me detuve a un metro y medio, delante de mi querido Arturo. Acaricié con la punta de los dedos el reluciente granito de su lápida. A pesar del frío de la pierda, la yema de mis dedos sintió el calor que solía irradiar mi esposo. La risa jovial de Arturo inundaron mis emociones y sentí sus fuertes brazos envolviéndome.
Saqué de la cartera el regalo y, tal como hizo el padre con su difunto hijo, lo desenvolví con manos torpes. Si bien hacía este ritual desde hacía ya diez años, las ganas de llorar eran iguales a las del primer día.
Feliz aniversario, susurré y dejé la caja de bombones Ferrero Roger a los pies de su tumba. Lo daría todo con tal de verlo una vez más, sonriendo como un niño al dar el primer bocado a sus bombones favoritos.
Media hora más tarde me despedí del amor de mi vida. Al deshacer el camino vi que la chica del cerezo ya se había marchado, las primeras veces eran las más difíciles. La amable pareja seguía en el mismo lugar.
Busqué la mirada de Jorge para saludarlo, pero tenía la mirada fija en la madre que estrujaba el oso que su hijo nunca tocaría. El dolor en Jorge reflejaba la opresión que sentía en el pecho. La vida es una terrible injusticia.
Al salir del cementerio apuré el paso hacia mi auto. Entré y no fui capaz de encenderlo, los llantos de la madre aún resonaban en mí.
El miedo me paralizó en cuanto un hombre se sentó en el asiento del acompañante. Los llantos dieron lugar a la adrenalina, ¿quién rayos es?
–Tranquila abuela, si hacés lo que le digo todo estará bien.
Me apuntaba con una pistola. La decisión en la mirada del hombre me dijo que pensaba usarla. Me exigió que fuera hasta un cajero. De corazón esperaba que todo terminara en un robo y poder preparar la tarta de manzana para recibir a mi nieto.
Me costó poner la llave y encender el auto, no podía dejar de temblar. ¿Qué pensaba hacer conmigo este lunático? Cuando lleguemos al cajero y vea que apenas tengo migajas, se va a poner hecho una fiera.
–Por favor, no me hagas daño
–Derecha.
Alternaba su dura mirada entre el celular y mi cara. El arma no la movía ni un céntimo.
–Acelerá carajo.
Su grito hizo que el auto se me apagara. Soltó el celular y me agarró con fuerza por el cuello. La manga se le resbaló y dejó una desagradable cicatriz a la vista. Mi cuerpo se revolucionó y todo dejó de importarme: eligió a la persona equivocada.
–Arrancá, ¡ya!
Asentí con la cabeza y giré la llave, accionando el auto. Al apretar el acelerador a fondo el malnacido se dio contra la guantera.
–Izquierda, carajo, ¡ izquierda!
Seguí acelerando sin hacerle el mínimo caso. Ni el semáforo en rojo ni el bocinazo del camión lograron detenerme. Al tipejo ya no se lo veía tan seguro de sí mismo. Seguro notaba que ya no estaba al mando.
–¿Qué hacés vieja loca?
–Será tu último robo. No escuché su respuesta porque otro bocinazo rasgó el aire. Por desgracia la camioneta no nos llevó puestos. Giré a la derecha haciendo chirriar las llantas.
–¡Pará el auto, pará!
Sus gritos desesperados me hicieron reír. Mi vida había dejado de tener sentido el ocho de mayo, cuando la policía llamó para contarme que Arturo estaba hospitalizado. No me dio tiempo de llegar a cuidados intensivos… no pude despedirme…
Pasé una cámara de velocidad de 30km/h a 150. La zona del barranco era temida por todas, varios accidentes que desgraciaron la vida de muchas familias. Sonreí, el reencontró con mi amado estaba cerca.
–Ya no podrás matar a nadie…
–Por Dios. Solo robo para alimentar a mis hijos, por favor.
La mentira me hizo desear aún más el final. Apreté con furia el acelerador y el auto respondió lanzándonos para adelante con más fuerza.
–Reconocí tu cicatriz, cerdo inmundo. ¿Te acordás de Arturo?
-¡Por Dios! No sé de qué hablás… tené piedad, ¡te lo ruego!
Nuestros gritos se unieron cuando saltamos al vacío. Su grito fue de horror, pero el mío fue de júbilo porque al fin podría abrazar a mi Arturo.

Luciana Vidal
¿Te gustó?
